16.8.10

"Al Apagar La Luz" - Capítulo II

Extracto de mi novela inédita "Al apagar la luz":

Foto tomada por Chiqui @ Barcelona - 15-05-2010

II

“¡Qué cagada de espejo!”
“¡Clotildeeee, ¿cuántas veces tendré que recordarte que al pasarle el plumero a la cómoda de mi cuarto debes limpiarla antes de restregarla por el espejo?!”
“¡Clotilde...¿me estás escuchando?!”

Esas fueron las palabras que lograron sacarme de aquel letargo en el que me había sumergido al encontrar esa foto.

“Treinta y siete años” – dije. Una vez más me traicionó el subconsciente cuando mi sonambulismo delató mi ausencia de espíritu.

“¿De qué demonios estás hablando Clotilde Arminda? ¿Tú como que has estado tomando del frasquito verde del señor Rodríguez?” – me gritó Doña Cecilia acercando hacia mí sus dedos  en forma de pinza que más de una vez temí me arrancaran el poco pellejo que recubría mis hombros.

“Que usté se ve como toda una señora bonita de treinta y siete años” traté de corregir, pues feita, sonámbula, desnutrida y todo había algo que Diosito no me había negado y eso era la astucia y la rapidez de pensamiento, si me encontraba despierta, claro está.

La enorme sonrisa pintoreteada de carmín, mostrando sus dientes manchados de tanto pintalabios me demostró que una vez más me había salvado de un pellizco inminente, pues con un leve y narciso toqueteo de sus cabellos ni tan rubios, ni tan grises, ni tan calvos, ni tan poblados (pero más turbios que el agua del pozo de la Hacienda Carapinta), se volvió al espejo y, con manchones y todo, dijo “la verdad es que la visita del circo me sienta bien”.

“Sí, señora” – le repliqué mientras seguía doblando las camisolas y pañuelos de todos los inquilinos de la casa Rodríguez.

Si había algo que mi sonambulismo me había enseñado bastante bien era a ausentarme, aún estando algo despierta, en momentos en los que no quería escuchar a nadie. Ya suficiente hube de tener en los interminables días viviendo en la Hacienda el día que olvidé apagar la luz.

Poco tardé en empezar  una competencia entre las torres altísimas de pañuelos a ver cuál caía primero. “Si estos pañuelos hablaran…” – pensé – “…seguro se quejarían conmigo sobre los seguidos catarros que le acontecían a Lucía y Andrés”.

De verdad que esos niños bien merecido se tenían el apodo de mocosos pues desde su nacimiento, separado por tan solo 10 segundos, no habían salido de una sola enfermedad.

Gumersinda, la partera, siempre decía que ese era el destino de los sietemesinos, “no hay sietemesino saludable ni feo que yo haya visto nacer en este pueblo” y a su octogenario repertorio de años había que creerle. Sobre todo porque a pesar de bien acatarrados, con rubeola, lechina y cualquier otra fiebre de rutina no perdían ese encanto particular que a cualquier abuelita sandunga le quitaba el aliento haciéndole extender sus pulgares de uñas escarlatas con lunita plateada,que daban espacio a unas cutículas tan gruesas como su trasero y su edad, para proceder a pellizcarles las mejillas mientras con nariz arrugada y ceño fruncido repetían alguna frase como “es que son tan monos”, “ay, mírenlos tan bonitos” o “cuando crezcan serán un atraco”.

Quizá eso hubiese preferido la señora Rodríguez, que esos mellizos se convirtieran en un verdadero atraco, pues desde que empezaron a juntarse con la banda de traficantes de cambures manzanos, 7 años luego de la caída del gobierno del General Domínguez, no hacían otra cosa que traer más catarros y cualquier otra clase de nuevas enfermedades a la casa.

“Estoy loca porque esos tripones cumplan la mayoría de edad y se larguen de esta casa” – repetía Doña Cecilia cada vez que la veía probarse cualquier otra prenda íntima o vestido de fiesta de la Sra. Rodríguez. “¿Cómo me queda este Clotildita?” – se dirigió a mí con un brillo en los ojos que no había visto desde que andaba de amoríos con el celador  de la alcaldía.

“¿Usté como que va de parranda?” le pregunté con curiosidad pues aquello de llamarme Clotildita no ocurría así como de gratis nada más.

“No se responde una pregunta con otra pregunta Clotilde. Sigue así y seguirás siendo lo que eres, una cachifa bruta, sonámbula y soltera. No seas tan metiche y dime cómo me queda este vestido.”

Poco me importaban sus palabras. Nada podía ser peor que los días en la Hacienda Carapinta. “Bien” le repliqué sin mayor entusiasmo. De igual manera sabía que toda la información saldría de su propia boca pues por más que me criticase sabía que nadie más se iba a calar sus interminables halagos hacia sí misma.

“Ay Cloti no seas tan seca. Si este no me queda bien me voy a tener que poner el traje de lentejuelas rojas; tengo que lucir despampanante, pues los holandeses han llegado hoy y esta vez no me puedo perder la oportunidad de pescar a alguno que me saque de esta pensión y me lleve a recorrer el mundo en sus grandes barcos.”

A veces no sabía si la señorita Cecilia sufría más de aquel mal de soñar despierta que yo. Capaz lo había aprendido de mí; capaz era la manera como yo lo veía pero de que estaba meando fuera del perol era más que un hecho.

“Sí, le queda bien” – le dije esforzándome para demostrarle convencimiento pues el vestido de lentejuelas rojas lo había tomado la niña Lucía. Yo la había descubierto la tarde anterior, cuando estaba colocando las camisas planchadas en los armarios, y ella me pidió, en estricta confidencia y a cambio de un libro de filosofía griega que yo tanto admiraba, que no le contara nada a nadie pues si su madre se enteraba que iba a encontrarse con el joven Alexander (como todos los diciembres desde que la mafia rusa decidió crear un parque de diversiones en las ferias del pueblo) la iba a dejar encerrada de por vida en el sótano.

A mí poco me importó ni lo uno ni lo otro; prefería, sí, que la señorita Cecilia no se enterara de las aventuras soviéticas de la niña Lucía pero en verdad lo que quería era que terminara de largarse del cuarto y me dejara a solas para continuar lo que me había propuesto varias noches atrás cuando el incidente del espejo me despertó de mi alucinación.

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Chiqui