Extractos del Capítulo I de mi novéla inédita "Al Apagar la Luz" - por Chiqui
Picture taken by Chiqui @ Budoni, Sardinia - Italy. 22.05.2010
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Mi madre y yo nunca nos llevamos bien. Quizá por el simple hecho de aquella voz de independencia fingida y sus eternos consejos mutilados por el temor de la voz de su padre; ese abuelo a quien nunca llegué a conocer por causa de la gripe eterna que lo encerró en su cuarto hasta el día de su ocaso, estando yo muy pequeña. Tan pequeña que aquella silla de la cocina, donde Teresita posaba su rabote para pelar las papas, me parecía tan alta como la mata de mangos que solía escalar por etapas. Tan pequeña, que aquella Hacienda me parecía muy grande.
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En el fondo yo siempre lo quise, con sus botas, con su ronca voz y su aliento a caña. Con su barba mal afeitada y las arrugas alrededor de su boca, vestigios de que alguna vez supo sonreír.
Habían sido ya incontables las veces que trató de meterse en mi cama; pero mi madre siempre me salvó de caer bajo sus garras, total, para ella no era más que un cliente fijo al cual le cobraba con comida y perfumes baratos que no le servían para otra cosa más que para conseguir más comida y más perfumes baratos de mano de otros decrépitos con aliento a ron, del bar de todos los días, y cabellos oleaginosos característicos de los obreros de las minas. Fue una de las pocas cosas que le supe agradecer; silente, sí, pero lo hice.
Siempre soñé con que la suerte me iba a tocar algún día bajo la almohada, como las historias de Doña Ernestina acerca del ratón que se llevaba los dientes y que vino a visitarme más seguido de lo normal y nunca me los devolvió. Maldito ratón. Nunca me dejó nada más que dos huecos en mi dentadura y un poco de dientes nuevos que no tardaron en opacarse y carearse y causarme un inmenso dolor.
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Mi hermana Jacinta, que aún era muy chica el día en que olvidé apagar la luz, siempre estuvo protegida por las faldas de mi madre. Qué suerte tuvo de haber nacido Aries, en aquel abril luego de la revolución. Ella no entendía nada; su cabeza de 6 años de edad se conformaba con las chupetas que Doña Ernestina le traía (si sobraban) de las piñatas de cualquiera de las hijas del Alcalde Arismendi, quienes cumplían años tan seguido como meses tenía el verano en el Caribe. A ella el ratón Pérez sí que le dejaba cosas bajo su almohada, revistas de vestidos de las Europas, caramelos de tres colores y collares de perlas plásticas. Vivía en una burbuja, apartada de la cochina realidad que vivíamos el resto de los empleados en la Hacienda Carapinta, que se encontraba más allá del kilómetro 46 y medio contados a pie desde el mero centro de San José de los Palotes, aquella ciudad de la que siempre escuchábamos hablar de carros y edificaciones de más de dos pisos. “Una ciudad del futuro”, como le llamaba mi madre quien, 10 años más tarde en su lecho de muerte, me confesó no haber pisado jamás.
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